Noveno mandamiento: No consentirás pensamientos ni deseos impuros

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Compuesto de alma y cuerpo, tras el desorden del pecado original el hombre ha de soportar el tirón de la carne que reclama con egoísmo el placer de la sexualidad, sin mirar a la disciplina con que Dios ha ordenado los fueros del cuerpo. Así, la pureza es una virtud que ha de alcanzarse con la gracia de Dios, y una particular lucha personal.

  

Para ser limpios de corazón es necesario rechazar con firmeza pensamientos y deseos impuros, que constituyen la raíz interna del pecado contra la castidad, y ya son pecado cuando se consienten. Sin embargo, vale la pena porque la pureza es una de las mayores fuentes de alegría, de paz y de energía en el progreso de la persona. Como dice Jesús en el sermón de la montaña, «bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mateo 5,8).

   Al reclamo de esta invitación entendemos que la pureza puede costar, pero sabemos que es un don magnífico, corona triunfal que hemos de apetecer, venciendo el lodo de la impureza -la impureza mancha-, que es un engaño amargo. Es absurdo que nos quieran convencer de que el hombre es una bestia incapaz de remontar sus instintos; el hombre no es una bestia. Y cuando Dios impone el precepto de la pureza desde la misma raíz interior, «no manda ningún imposible, sino que cuando lo ordena advierte que hagas lo que puedas, que pidas lo que no puedas y Él te ayudará para que puedas», enseña el Concilio de Trento con San Agustín.

 1. La concupiscencia

 Al desobedecer a Dios, Adán y Eva no sólo pecaron sino que abrieron una fuente de pecado: la concupiscencia o inclinación al pecado que permanece incluso en el bautizado; el bautismo perdona el pecado original pero no elimina la concupiscencia.

   San Juan habla de una triple concupiscencia: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida. (cfr. 1 Juan 2,16), consecuencia del pecado original que contradice a la razón y desordena las facultades del hombre. En sí misma no es pecado, pero inclina al pecado, aunque no puede dañar al que no la consiente sino que le hace frente con la gracia de Cristo. Para eso se le deja al bautizado, para el combate.

   2. La purificación del corazón

   Como la naturaleza siente el hormigueo de las pasiones, hay que buscar la raíz del pecado para combatirla. Y la raíz se encuentra en el corazón; la pureza se vive en el cuerpo, pero se vive sobre todo en el alma.

   Jesús advierte a sus discípulos: «De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones» (Mateo 15,19). Por eso, la lucha contra la concupiscencia pasa por la purificación del corazón y Dios quiere que seamos limpios y castos por dentro, en primer lugar; el noveno mandamiento prohíbe los pecados internos contra la castidad: los pensamientos y deseos impuros.

   3. Luchar contra la tentación

   Las tentaciones contra la castidad, de suyo, no son pecado sino incitaciones al pecado; serían pecado si la voluntad se complaciera en ellas, pero no lo son si la voluntad no consiente y las rechaza. Proceden de las malas inclinaciones, sugestión del demonio o del mundo que nos rodea. No debe sorprendernos, pero -sin obsesionarnos- hay que rezar para ser fuertes y rechazarlas con prontitud. El que resiste a la tentación, crece en amor a Dios y se hace fuere por dentro, con la fuerza de Dios, que da su gracia para vencer.

   Cuando surgen dudas de si una cosa es o no es pecado contra la pureza se pregunta a personas competentes: padres, sacerdote… para formarse y tener paz. En estos casos sucede lo que con las moscas en verano cuando se posan tan molestas en la cara. El que se pose no depende de nosotros; ¡de nosotros depende el ahuyentarlas! Si en el momento de la tentación podemos decir sinceramente: «He hecho lo posible por quitármela de encima», no hay que perder la paz y la alegría.

   4. El pudor y la modestia

   Siempre se ha dicho que la pureza está defendida por el pudor, virtud que es parte potencial de la templanza. El pudor rechaza mostrar lo que debe permanecer velado, inspira la elección del modo de vestir, lleva a la modestia que regula los gestos y movimientos corporales, y mantiene silencio o reserva donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana. Existe un pudor de los sentimientos como también un pudor del cuerpo. El pudor custodia la intimidad de la persona y enseña sobre todo delicadeza.

   5. Campaña por la pureza

   La pureza cristiana exige el saneamiento del clima actual de la sociedad, y el cristiano tiene que luchar contra la permisividad de las costumbres, que es resultado de una concepción errónea de la libertad. Aun con independencia de la fe, el hombre no puede dejarse arrastrar por ese erotismo difuso que impregna tantos espectáculos indecorosos de televisión, cine, teatro, etc., porque atenta contra la dignidad humana. Podría decirse lo del sabio: «Cuantas veces estuve con los hombres, volví menos hombre». Con mayor razón el cristiano ha de trabajar para que los espectáculos sean limpios y no ofendan a Dios, como ocurre siempre que encierran cultura verdadera.

   El esfuerzo en favor de la castidad o pureza, que Dios protege con el sexto y noveno mandamiento, significa contribuir a que los hombres y las mujeres sean más capaces de sí mismas, y ayuda a purificar y elevar las costumbres de los pueblos. Si no se vive la pureza, las personas y los pueblos se embrutecen, viviendo como bestias.

   6. Medios para vivir y crecer en pureza

   Se puede alcanzar y mejorar la pureza interior mediante la oración -la pureza siempre hay que pedirla-, con la pureza de intención, que busca cumplir en todo la voluntad de Dios; y cuidando la imaginación y la vista -junto con los otros sentidos- para poder rechazar cualquier complacencia en los pensamientos impuros.

Curso de Catequesis. Don Jaime Pujol Balcells y Don Jesús Sancho Bielsa. EUNSA. Con la autorización de Don Jesús Sancho

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